martes, 11 de junio de 2013

SERPIENTES


Edu alcanzó a distinguir el reloj de la plazoleta: las seis menos cuarto de la noche.
No hacía dos horas que se había escapado de su casa, pero ya sentía la necesidad de hablar con su madre y explicarle, aunque fuese por teléfono. Dobló por Rodríguez Peña directo a Santa Fe, buscando una cabina.
Caminaba en trance, sin prestar atención. Caras. Voces. Gritos. Carcajadas. Todo pasaba a su lado, borroso, sin limites, en otra dimensión. Como un pájaro perdido avanzaba. 
Un bocinazo lo zarandeó. Descubrió que se encontraba frente a la entrada de una galería.
—Bond Street —leyó en la marquesina, y fue internándose en un mundo desconocido, atraído por fotos pegadas en las vidrieras de espaldas, bíceps y torsos tatuados con desbordantes monstruos, dragones y serpientes.
Víboras, se dijo frente a una fotografía. ¡Eso es lo que necesito! Víboras, repitió.
Recorrió el pasillo, y sin pensarlo dos veces, se metió en un negocio vacío.    
—¡Quiero tatuarme! —dijo encarando a un hombre que acondicionaba una especie de pistolita.
—Epa, ¡qué apuro! —contestó el hombre, mientras se rascaba sus puntiagudas y llamativas orejas. Usaba un par de anteojos con vidrios redondos, y miró a Edu por encima del armazón—. Preparo el puntero y ya estoy con vos. Mientras, podes elegir el dibujo en las revistas que están sobre la mesa.
—No hace falta. Quiero víboras por todo el cuerpo.
—¿Todo el cuerpo? —el hombre sacó una libreta de su bolsillo, y dijo—: te doy un primer turno para mañana, y otro para el jueves que viene...
—...no puede ser todo hoy? —interrumpió Edu.
—Imposible. Un tatuaje así llevaría varios días.
—Entonces, tatuáme sólo el pecho. Pero que sea hoy.
—En una hora cierro, y esto tardaría como cuatro.
Edu sacó de adentro de la media un bollo de billetes.
—Te pago el doble. ¿Cómo te llamabas?
—Daniel Montre, pero me dicen D. Montre. 
—Te pago el doble, D. Montre –Edu desovilló el dinero.  
—Bueno —dijo D. Montre mirando fijo la plata, encaró para la puerta y trabó la puerta del local—. Sacáte la ropa en aquel camarín —y señaló un cuarto fabricado con biombos—, que ahora nadie te ve. Mientras, le aviso al encargado de la galería que nos vamos a quedar.
Edu se desnudó; un quejido de dolor retumbó en el lugar. Se sentó en una camilla, y esperó.
Entonces, las viejas imágenes se le encendieron como fogonazos: las idas a la cancha con su papá; las charlas, de amigo a amigo, cuando iban juntos a pescar; la bocina del tren; el accidente; la muerte; el llanto de su madre...
Y aquel tipo.
—¡Ya empezamos! —gritó D. Montre desde la puerta del local.
A través del espejo que colgaba en la pared, Edu vio cómo los ojos del hombre se agrandaban como los de un pez al descubrirle las marcas en la espalda.
—¿Con quién te peleaste? —preguntó al acercarse.
—Unos imbéciles... a la salida de un baile.
—¡Te cagaron a golpes! Va a ser mejor que vengas otro día.  Mirá que te va a doler.
—Estoy preparado —dijo Edu, y cerró los ojos—. Cubrí cada moretón con una víbora.
El ruido del puntero ya comenzaba a oírse…
Pinchazo tras pinchazo, embrollados reptiles le iban camuflando la piel moteada de golpes. Con cada movimiento muscular, las serpientes se despertaban de su lecho dibujado. Monstruos con dos cabezas se le enrollaban en el tórax igual que resortes constrictores. Boas, cobras y anacondas flameaban las lenguas como tenedores con dos dientes, listas para engullir a su presa.
Cuando D. Montre terminó su obra, la observó detenidamente: sus ojos se veían con un brillo de triunfo.
Edu sintió una extraña sensación, tal vez de miedo o de angustia. Se miró en el espejo: las lágrimas comenzaron a rodarle por la cara, no podía contenerlas. Absorto contempló el dibujo. Con los dedos acarició a aquellos animales, siguiendo su ondulante recorrido. La perfección de los trazos los hacía parecer casi reales.
El cansancio hacía que Edu extrañase aquel colchón que su mamá le tiraba todas las noches en el comedor. Aunque no podía llamarse precisamente una cama, al menos lograba descansar y cubrirse con frazadas calientes.
En el camino hacia ninguna parte, encontró una cabina telefónica y llamó a su casa. Nadie respondió.
Espero cinco minutos y lo intentó de nuevo.
Tampoco.
Algo le decía a Edu que debía regresar. Y cuanto antes.
Al llegar a su casa, se contuvo para no correr escaleras arriba. Se sacó las zapatillas frente a la puerta del departamento, y procuró no hacer ruido con las llaves.
Entró en puntas de pie. Decidió acostarse. Ya se desabrochaba el cinturón cuando entró el maldito:
—¡Buenos días, querida familia! —dijo con la voz deformada por la borrachera.
Caminaba por el living como la bola de un flipper: chocándose con las sillas, la mesa, las paredes, el colchón. En su zigzagueante marcha, uno de sus pies quedó atrapado entre los pliegues de la frazada. Aquel elefante se derrumbó.
Su madre apareció de golpe. Fue al encuentro de su amado hombre, lo agarró por la cintura y quiso enderezarlo. Pesaba demasiado, se le soltó.
A pesar del mareo baboso, el padrastro de Edu se paró.
—¡Basura! —gritó entonces zamarreando a su mamá—. ¡Dónde te metiste ayer, contestame! —la alzó como a un maniquí y la arrojó por el aire: chocó contra la mesa, haciendo añicos el florero de cerámica. Casi desmayada, quedó tendida en el suelo.  Caminos de agua se deslizaron por el mantel de plástico, empapándola. Edu corrió a  abrazar a su mamá:
—¡La llegás a tocar…! —gritó, y el hombre se le vino encima. Pero patinó con el charco. Desde el piso, pretendió izarse colgándose de la cortina. Todo se vino en banda. Al fin logró erguirse apoyando una mano en el muslo.
Edu tomó una silla. Se la lanzó, pero la mole logró esquivarla.
—¡Fuera! —vociferó alzando las manos y cacheteando el aire—. ¡Fuera de aquí, inmunda!
Edu se puso como loco.
—¡De esta casa el único que se va sos vos! —dijo— ¡La casa es mía y de mi mamá!
—¡Fuera, venenosa! —repitió el padrastro—. ¡Monstruo del infierno! —parecía como si estuviese apartando malezas.
La mamá de Edu seguía desmayada por el golpe, y el padrastro gritaba sin siquiera mirarla.
De pronto la cara del tipo se puso roja, y una tos seca lo hizo vibrar. Tiraba con desesperación de su cuello, se asfixiaba. Torpemente dio una vuelta sobre sí mismo. Se arrodilló. Sin aliento, volvió a derrumbarse. Caía y se levantaba. Caía y se levantaba en una lucha feroz.  Logró pararse con dificultad, y golpeó sus puños contra la pared.
—¡Ya te tengo, bestia del polvo! ¡Te voy a hacer pedazos! ¡Te voy a cortar en trozos! De repente, con una aparatosa acrobacia, cayó al piso y allí quedó inmóvil.
La calma duró sólo un par de segundos. Volvió a agitarse y a gritar:
—¡YAAAAHHHHH! —el padrastro se sacudió como si luchara con un fantasma.
Y Edu pudo verlo perfectamente: increíbles puntos rojos le pintaban los pedazos de panza que sobresalían entre los botones tirantes de la camisa. El tipo se deslizó como pudo hacia la cómoda, que quedó con manchas rojizas. Apoyándose ahí, alcanzó el primer cajón. Sacó un cuchillo y lo clavó y lo clavó sin parar sobre las maderas del piso.
—¡Las voy a matar! —se encogió, abrazado y enrollado sobre sí mismo, se inclinó hasta que tocó el suelo.

La ambulancia llegó rápido. Aunque Edu hubiera querido que tardara un poco más.
Un médico y un camillero se abalanzaron sobre el cuerpo que yacía en el piso. Palparon su muñeca, su cuello. Trataron de estirarlo: se encontraba hinchado y replegado como un acordeón y salpicado de astillas incrustadas en la piel. El médico apretó con las dos manos el tórax del paciente, hacia arriba y hacia abajo, con movimientos enérgicos y rítmicos. Cada tanto apoyaba su boca sobre la boca del padrastro, soplándole vida.
Edu no entendía: cómo después de todas las que aquel canalla les había hecho, la madre se levantaba del piso, casi arrastrándose, en busca de él, de su amado. Y encima lloraba.
—Señora —dijo el médico inspeccionando las manchas rojas en el abdomen, que se habían tornado violetas —, ¿su esposo ha viajado últimamente? ¿Estuvo en alguna selva? 
—No —balbució la mujer con sorpresa.
—No lo entiendo. Es un cuadro raro. Vamos a tener que internarlo.
—¿Se va a salvar? —preguntó la mujer casi en un gemido abrazada al cuerpo de aquel borracho. 
—No lo sé.
La madre de Edu se dejó caer al piso y lloró.
Edu la tomó y la aplastó contra su pecho jurándose a sí mismo que su madre jamás  volvería a verlo, ni a él, ni a ningún otro hombre que osara clavar sus garras sobre ella. Tampoco permitiría que lastimaran su propio cuerpo. Su vida valía demasiado para que un imbécil lo apaleara a su antojo.
Al escuchar la sirena de la ambulancia, Edu quiso maldecirlo por última vez, y corrió hacia la ventana.
Y por un efecto de la luz se vio reflejado en la superficie del vidrio.
Y el vidrio reflejaba algo más.
Por el cuello de su remera asomaba la cabeza de una serpiente.

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