martes, 11 de junio de 2013

Dia Libre


Despertó asustada, y en su confusión salió de la cama de un salto. Se le enredaron los pies entre las sábanas del piso, y por poco no se pegó con el borde de la biblioteca.
Se dejó caer de nuevo en el colchón.
—Si estás sola —se dijo Catalina en la penumbra al recordar que sí, que efectivamente se encontraba sola: aquél se había ido el día anterior, en uno de sus habituales viajes.
Miró la hora en los dígitos brillantes que flotaban en la mesa de luz: las siete y media de la mañana. A pesar de estar viviendo en Pirámides desde hacía dos años, todavía no se había acostumbrado a que amaneciera tan tarde. Vislumbró, junto al velador, su libreta juntando polvo. ¿Cuánto hacía que no podía garabatear ni un solo verso?
Se frotó el cuerpo —la pulsera tintineó—, y al levantar el edredón tomó conciencia de que no sólo por esa mañana se encontraba sola en la casa: Franco volvería en unos dos… o tal vez tres días.
Aprovechó para desperezarse, estirar la columna y rotar las muñecas; en el silencio de la habitación, otra vez sonó la esclava de metal.
Los ojos se le iban acostumbrando a la media luz. Estiró la mano y abrió una hoja de la ventana, aún con la persiana baja. Y oyó venir, desde el promontorio, los rugidos de los lobos de la playa, únicos moradores que compartían el vecindario con ella y Franco. No cerró: la brisa marina le traía también el aroma a sal, y de cualquier manera escuchar sólo aquellos rugidos le daba cierta calma. Se arrebujó en el edredón: tenía todo el tiempo para ella.
Y se quedó dormida.

Las once y cuarto. La claridad había penetrado las rendijas de la persiana, perfilaba las formas de muebles, lámparas y cortinas: sombras chinescas que flotaban oscuras y  distorsionadas contra la pared. Reflejos, rayas y círculos impregnaban la tenuidad, y de a poco la enjoyaban de brillantez. Las vetas de la madera exhibían sus caprichosos dibujos, y la colcha se bordaba de oro. Y a medida que el mediodía se levantaba en mil hebras rojas sobre el horizonte y ella despertaba, todo adoptaba su material existencia y su justo color. Naranja, rojo y amarillo. Violeta, verde y azul. Un vestido de algodón tirado en el piso, zapatos fuera de moda con sus puntas y tacones gastados y una flor seca como un señalador en Las olas, de Virginia Woolf.
Catalina se sentó en la cama. Si pudiera volver a escribir. Si pudiera poner por escrito —al menos eso— todas aquellas sensaciones.
Tardó un par de minutos en pararse frente al día, junto al enredo de sábanas. Pisó la ropa amontonada en el suelo y caminó hacia la ventana, bamboleándose. Se colgó de la correa de la persiana como cuando era chiquita y necesitaba de todo su cuerpo para levantarla.
La luz entró a la habitación impactando en cada rincón, y especialmente en el marco de plata de un portarretrato, que pareció tambalear con aquel destello, junto a la pareja de novios que cobijaba.
Otros tiempos, se dijo Catalina. Y se dio cuenta de que el camisón que llevaba era de su época de soltera.
Afuera el sol encendía las cimas de los acantilados y el mar. Las olas, como miles de porcelanas que rompían una y otra vez, llenaban de estallidos la mañana. Catalina sintió la primavera en el aire, en el aroma tan peculiar que baña a Pirámides cada mes de octubre. Aún no se le había vuelto monótona aquella postal de agua y de arena.
Octubre. Los lobos nunca fallaban: primero venían los machos a ocupar el territorio, y luego las hembras a tener sus crías. Era el tercer año que Catalina presenciaba los cortejos, pero ahora sin mucho interés. Ella y Franco habían llegado de Buenos Aires también un mes de octubre. Atrás había quedado el agobio de la ciudad, y atrás habían quedado su familia, sus amigos y el trabajo. Según Franco, a orillas del mar vivirían una vida más sana y, por supuesto, más feliz.
Catalina bajó las escaleras entre los abanicos de luces y sombras que se proyectaban por toda la casa, y entró a la cocina. Cargó la pava de agua y encendió la hornalla. El aroma a café se mezcló con el olor a algas y a animales marinos. La casa siempre olía a mar o a mezclas salvajes de sal y de guisos, de perfumes y de leños. El vapor opacaba los colores, que recién amanecían. Y, cuando decenas de burbujas salieron desbocadas por el cuello de la pava, ella volcó dos cucharadas de café en la taza y echó el agua. Luego, con una extraña quietud, sobre todo cuando había tanto que hacer en la casa, subió las escaleras de regreso a su habitación, la taza en la mano.
Se acercó nuevamente a la ventana y quedó suspendida frente al vidrio, un colibrí volando junto a una flor. Y en el reflejo apareció su cara. Pequeña, de facciones delicadas y suaves. Cuando se arreglaba, ¡hace tanto tiempo!, más de una vez había acaparado miradas y piropos. Aunque nunca de Franco. Según él, le sobraban varios kilos y se vestía igual que una vieja. Ahora, salvo raras excepciones, se zambullía en cualquier vestido de algodón, bien cómodo y de entrecasa, así nomás. Ahora jamás se sentía linda.
—¿Para qué sentirse linda? —dijo, al aire, y vio los labios en el reflejo moverse como si fuesen de otra cara, no de la suya.
Se dio cuenta de que había hablado sola. Bebió un sorbo del café.
Sola.
La mayoría del tiempo se encontraba sola. Y debió acostumbrarse a la fuerza: Franco viajaba seguido, por trabajo o por alguna otra razón que siempre aparecía.
Inmóvil, con el cuerpo dentro de la habitación y los pensamientos cruzando el vidrio, Catalina escuchó el mar y los lobos y los graznidos de las gaviotas que en ese momento surcaban el cielo.
Y las voces de un cruce con Franco —el preludio del único viaje que ella hizo desde que se casaron, una semana antes de que cumpliera los treinta— fueron eclipsándolo todo.

—¿Otra vez vas a viajar? —pregunta ella, al ver la valija sobre la cama deshecha. Y enseguida se arrepiente, no sea cosa de que él le recrimine aspereza en sus palabras.
—Yo trabajo —dice Franco como al pasar, y acomoda un par de chombas en la valija—. Y, hablando de trabajo, vos también podrías buscar algo para hacer. ¿Qué haces en todo el día, vos?
—¿Yo? Yo cocino, lavo... Además no sé qué otra cosa puedo hacer si no es en un banco, y acá hay uno solo y no necesitan a nadie.
Y Franco ajusta las correas de la valija. Y levanta la mirada y dice, exagerando el tono de conmiseración:
—La pobrecita no sirve para otra cosa. Y tampoco —ahora la mirada está hecha de fiereza y desprecio— estaría tan seguro de si servís en un banco. Cuando le dijiste que te ibas, tu jefe no te retuvo un carajo. ¿Para qué servís, vos?
—Qué estás diciendo, si él no tenía opción. Pero eso no importa ahora.
—¿Y qué es lo que importa ahora?
—Pensé que estaríamos juntos para mi cumpleaños, Fran. ¿Te acordás de que en una semana cumplo?
Franco queda en silencio, parece muy interesado en la combinación del candado.
—Seguro que me acuerdo —dice con cierta inseguridad en sus palabras—. ¿Qué soy? ¿Un estúpido? ¿Quién te creés que soy? No quería decírtelo —sigue él, a quien en ese momento se le ilumina la mirada—, pero...
—... ¿me vas a dejar?
—A vos te importa un pito que yo me vaya, estúpida —Franco se pone la campera, levanta la valija y cruza el umbral de la habitación. Y vuelve segundos después, a los gritos—. ¡Vos querés que yo me vaya, pero para siempre! Y bueno, sabé que no te voy a dar el gusto nunca. Sos mía o ¿no? Y pensar que te iba... No, no te lo digo.
—¿Qué cosa?
—Me lo reservo. Hasta cuando vuelva, a lo mejor. Ni te lo imaginas. Vas a ver lo bueno que soy. Soy todo un caballero, aunque te cueste aceptarlo.
—¿Tenés una amante?
—Así que era eso. Con razón estás más agresiva que de costumbre. Mi querida cornuda. Mi Cornelia.
Franco vuelve a la semana, y ya desde el porche se anuncia con un grito. Ella lo ve desde la ventana de arriba.
—Ya llegué, Cata —dice y, cargando aún la valija, saca un papel del bolsillo—. ¡Vení a retirar tu sorpresa! Como ves, soy un hombre de palabra.
Con un escobillón en la mano, Catalina se hace ver desde lo alto de la escalera.
—¡Bajá! —dice él—. Deberías bajar corriendo a saludarme. ¿Ni siquiera cuando tengo un regalo para vos?
Catalina apoya el escobillón contra la baranda y se limpia las manos en el delantal.
—¿Y qué sorpresa, si se puede saber? —pregunta bajando.
—Averigualo vos misma —Franco agita el papel frente a sí —¡Agarralo! ¡Feliz cumpleaños, Señora Desconfianza!
A Catalina se le llenan los ojos de lágrimas.
—¿Un pasaje a Buenos Aires? —dice, ilusionada.

Catalina observó el paisaje embebido de respiración y de aliento a café.
De todos modos, pensó, aquella escapada a Buenos Aires no había hecho más que acrecentar la monotonía de la vida provinciana. ¿Cuánto hacía que había empezado Las olas, libro que se compró aquella vez en una librería de la avenida Corrientes? Ya ni recordaba el nombre del personaje con que ella se había identificado. ¿Rhoda? ¿Susan?
La playa se extendía frente a ella como un abismo, como una garganta, como cientos de fauces que se abrían una por debajo de la otra y rugían con voz oceánica. En lo alto, un cormorán entretejía los cirros con su vuelo. Otro, casi rozando el agua, salpicaba espuma con sus patas. Y el mar. Y las piedras. Y sobre ellas, lobos untados de caracolas. Con cada respiración, el paisaje se opacaba y desdibujada. Rápidamente Catalina aclaró el vidrio con la mano para volver a estar del otro lado...
Sus ojos celestes, su seguridad y seducción, irrumpieron en el vidrio. Los había olvidado. Se esforzó por evocar su propia imagen, pero sólo el color celeste de sus ojos conservaba una vaga reminiscencia de aquella mujer del pasado. Esos eran sus ojos. ¿Cuándo había comenzado a convertirse en esta otra mujer insegura, culpable, dependiente? No podía recordarlo. Su figura intangible y transparente flotaba en el vidrio. Aún sostenía la taza de café. Hacia el horizonte, el cielo y el mar se fundían en un paisaje que le era ajeno y, a la vez, tan cotidiano.
Quizá si de entrada hubieran tenido un hijo, hubiese sido distinto. Pero fue justamente ella la que se negó: tenía un puesto alto en el banco, y con posibilidades de seguir creciendo como contadora. Y, cuando por fin quiso, no pudo —a pesar de que todos los estudios habían dado normales.
—A lo mejor Franco estaba en lo cierto —dijo, y fijó la vista más allá del vidrio.
Sí, Franco estaba en lo cierto cuando repetía una y otra vez: “No puedo imaginarte como una madre, dando la teta y cambiando pañales cagados”. Al cabo de escasos meses, ella bajó los brazos. Quiso convencerse de que era lo mejor.
Los lobos marinos volvieron a aparecer superponiendo sus monumentales cuerpos a la imagen de su cara y la borraron del vidrio. Ahora no tenía cara. Ni eso tenía.
—Sos una des-carada —le dijo a su no-reflejo, y al echarse a reír volcó un poco de la taza.
Los machos adultos defendían su harén de los machos más jóvenes, que en inútiles intentos trataban de conquistar alguna damisela marina. Y, en sigilosa maniobra, un lobo imberbe se apoderó con sus dientes de una hembra. El macho adulto, erguido y aumentando aún más su tamaño y castañeando los dientes, corrió tras ellos. Bramó. Precipitó su mole de carne sobre el adolescente. Y los tarascones no tardaron en venir, y no tardaron en herir a su joven contrincante. El inexperto lobo no se resignaba a soltar la presa. Aún debilitado, seguía luchando. Peleaba. Peleaba. Hasta que cayó bañado de rojo. Con aparatosos movimientos, el victorioso animal fue al encuentro del trofeo y lo apresó con la boca: una loba mustia y manchada de sangre.
El sol arrojaba su luz en dagas encendidas. Ya era hora de haber tendido las camas, lavado la ropa, hecho la comida y desinfectado el baño. Pero Catalina no tenía ganas. Ni hambre tenía.
—Hoy no —dijo, y acercó la nariz al frío del cristal.
Después de todo, cuando ella le reprochó a Franco por este nuevo viaje, él le contestó: “Te tomás el día, qué más querés”.
Al menos hasta mañana, pensó. Hasta que él vuelva, tengo el día libre. Puedo hacer lo que quiera.
—Además, él mismo lo dijo.
Desde que vivían en Pirámides, su trabajo se había reducido a la rutina siempre rutinaria de las labores domésticas. Franco se despreocupaba de ese asunto, salvo de llevarla al supermercado. Ella había dejado de manejar. Justo unos días antes de mudarse a la playa se le había vencido el registro, y Franco insistió en que no se preocupara. No valía la pena renovarlo: en Puerto Pirámide no había a dónde ir, y él la llevaría a cualquier parte.
El vidrio se había impregnado de la grasitud de la nariz. Catalina borró con la palma la cortina opaca, y el frío de la superficie se le metió en los huesos. La pulsera chirrió levemente contra el cristal.
Sentía la nariz roja y el corazón congelado. Cobijó entre sus manos la taza de café, los últimos sorbos para calentarse. Nunca le habían interesado los lobos, y ahora se estaba preguntando por qué no podía dejar de mirarlos. Quizá porque había decidido no hacer nada en todo el día. Un día libre.
Y un día extraño: hasta el viento patagónico, que solía hacerse uno con los mínimos habitantes de Puerto Pirámides, se comportaba con una quietud alarmante. Las nubes habían detenido su marcha por las carreteras celestiales. También el océano se había detenido. Y a lo lejos, una mancha negra —acaso una… ¡una orca solitaria!— se desplazaba por la línea del horizonte, hacía equilibrio entre el cielo y el mar. Catalina dudó en ir a buscar su cámara: era imposible que fuese una orca, nunca había visto una desde su casa. Tal vez se trataba de una barcaza repleta de peces. O tal vez de un crucero navegando hacia el sur. Era difícil medir la distancia, por la perspectiva. La mancha se acercaba a la orilla tomando una forma, un cuerpo confuso. Por momentos el vaivén de las olas lo escondía, hasta que lo hizo desaparecer.
Algo bueno tenía Pirámides. En la ciudad, Catalina no podía detenerse a mirar un pájaro o un árbol. Entre el banco, sus amigas y la familia, ese gusto se veía imposible. Cuando conoció a Franco, él comenzó a ocuparle cada vez más tiempo. Recién había llegado de San Luis, prácticamente no se relacionaba con nadie. Y, sobre todo, se mostraba tan tímido. Ella lo recibió en su vida como una madre, lo acompañó en todo momento. Amor a primera vista. Y por ese amor no le importó alejarse de los suyos.
Dejó la taza sobre la mesa de luz, y se sujetó el pelo en un rodete. La pulsera se hizo oír. No importaba dónde estuviera, aquel ruido de dijes áureos entrechocándose le recordaba a su marido: esa esclava siempre tintineaba desde que él se la había regalado para el primer aniversario de bodas. Tomó de la mesita de luz su café, y bebió un sorbo. Con una mueca apretada tragó el café frío y mucho más amargo. Horrible.
La pulsera volvió a hablarle. Y esta vez su amiga Margarita se le superpuso en la mente como una postal, y el rumor del mar se mezcló con la voz enfurecida de Franco.

—¡Esa Margarita es una idiota! —vocifera cuando ya se han ido los invitados—. Cómo te podés juntar con esa gente. No te diste cuenta de que todo el tiempo te está envidiando.
—No puede ser. La conozco hace más de diez años.
—¡Pero no seas una idiota vos también! ¿No viste cómo te miraba la esclava que te regalé?
—No me di cuenta, Franco.

¡Cómo la extrañaba a Margarita!
Cada tanto, una ola se desmenuzaba contra alguna roca. Se erguía, se plegaba, interpretaba una melodía como una orquesta de gotas impactando en un techo de zinc; bordeaba la superficie pulida y cubierta de musgos, y desaparecía como si alguien en el horizonte tirara de ella: se perdía en la masa líquida para nunca volver.
—Vienen otras —dijo Catalina—, siempre otras.
La marea hizo emerger numerosas piedras que esperaban el momento justo de nacer para albergar a una gaviota o a un lobo marino.
¿Por qué y cómo había decidido venirse al sur?
¿Decidido ella? ¿Cuándo había siquiera opinado del tema, si no tenía ni voz ni voto? Había renunciado a su trabajo como poseída, creyó en espejitos de colores.
—¡Qué idiota!
No estaba disconforme con el lugar, ni con aquella casa. Pirámides desparramaba belleza, y la casa —un chalet blanco con tejas azules, todo para ellos dos solos— era más que confortable. Tres dormitorios, dos baños, cocina, un living comedor amplio, un balcón con barandas de madera que daba la vuelta a todo el perímetro. Y una vista soñada.
Pero aquello no era lo que había esperado. En todo ese tiempo, uno de los dormitorios, arreglado primorosamente para albergar a los suyos de Buenos Aires, fue ocupado sólo dos veces: una por sus padres, y otra por su hermana.
Y no tardaron mucho en visitarlos: no había pasado un mes, que ya su mamá y su papá estaban tocando a la puerta impulsados por los llantos de su hija al teléfono.
Y una nueva postal se hizo lugar en el paisaje: pensando en que el dormitorio arreglado primorosamente, ahora juntaba tierra, Catalina vio a su madre apoyada en la baranda de madera de la casa, respirando profundo para acaparar todo el aire marino, que a ella le sobraba.

—Ya te vas a acostumbrar, Caty —dice la madre—. Esto es una belleza, tu esposo tenía razón. ¿Qué más podés pedir? Mar, playa, tranquilidad todo el año. Y encima sin humo, ni ruido de colectivos ni motochorros. Quizás acá puedas quedar embarazada. Ya es hora, ¿no?

Cierto: Catalina vivía sin colectivos, ni colas, ni ruidos, ni humo ni nada. Y era esa nada, precisamente, lo que la sacaba de quicio, lo que la tiraba en la cama con el único objetivo de llorar y llorar y llorar todo el día.
¿Cuándo fue que la vida había empezado a convertírsele en esa nada? Sociable, simpática, con ganas de vivir, ella tenía un trabajo muy bueno.
Y en ese mismo instante dejó de lado a su madre una conversación que había mantenido con Franco tres años atrás. Una de las tantas disputas cotidianas: el mismo tono áspero, el mismo argumento de él, casi las mismas palabras. Era tan parecida a las otras que, en ese momento, ella no le dio importancia. Pero hoy, todo aquello se escuchaba diferente.

—Hola, mi amor —dice Catalina apoyando sobre la mesa el attaché del banco.
—¡Qué suerte que llegaste, porque tengo un hambre…! —contesta él sin apartar la vista del televisor.
—No escuchaste que te saludé.
—Sí, y yo simplemente te dije que tengo hambre.
—¿Pero no te das cuenta? Recién acabo de llegar.
—La verdad, no entiendo tanta historia porque no te dije hola. —Franco sigue idiotizado con el control remoto, y sin mover la vista de la pantalla desliza, como quien no quiere la cosa—: Espero que no le hables así a tu jefe, vos.
—¿Por?
—Porque si yo fuera él te mandaba a la mierda. Acá todo bien... a pesar de que debo ser el único que aguanta a una mujer que siempre tiene que estar a los gritos y de mal humor.
—Franco, dejá de joder con ese aparatito y oíme: vos y yo tenemos que hablar, porque las cosas no están bien.
—¿De qué querés hablar? No veo que las cosas no estén bien. Vos y tus ideas. ¿Quién te está lavando el cerebro? ¿Esa mosquita muerta de tu amiga del trabajo? Lo mejor sería irnos bien lejos de acá. No porque yo esté mal, pero por ahí a vos te vendría bien empezar todo de nuevo en otro lugar. Solos los dos, como al principio. Seríamos felices, como siempre lo soñaste. Quizás a Córdoba o a San Luis. Merlo, por ejemplo. Vos dijiste que te encantaban las sierras. ¿Y el sur, que siempre te gustó? Eso estaría mejor todavía, ¿no? Imaginate en una playa, en una casa junto al mar. Las ballenas. Los lobos marinos. Y los pingüinos, tan simpáticos.
Y, oh casualidad, al mes siguiente la empresa de turismo donde trabajaba Franco abre una sucursal en Puerto Pirámide.
Asunto decidido.

¿Y ella? ¿Qué había decidido ella, si aquél la había cargado en el auto como a la mesa plegable que guardaban en el baúl?
Catalina vio el fondo de la taza. Nada quedaba de café, pero ya habría tiempo para llevarla abajo, a la cocina.
De nuevo frente al vidrio, siguió con la mirada a una loba. Cuerpo menudo y pelaje marrón, como un cacharro ladeado sobre la arena. No se diferenciaba en nada del resto de las hembras: un conjunto de vasijas de barro amontonadas. Apretadas y protegidas. Pero ella iba sola.
La brisa subió desde la orilla, y el olor a mar se condensó dentro de la casa. La loba se alejaba ante las miradas desatentas de sus vecinos de manada. Sólo notaron su torpes pasos los caracoles y las líneas perladas que estampaban de espuma la arena. Y una ola bañó sus aletas y, como un sutil embrujo, se la llevó con ella.
Catalina levantó la vista hacia el horizonte y volvió a ver aquella mancha negra que ahora erigía una aleta triangular. ¡Una orca! Zigzagueaba atravesando y rompiendo las rayas espumosas que cruzaban el mar. La mole se acercaba semihundida. Por momentos se asomaba.
Como pasa con el más profundo de los miedos, pensó ella, y apretó el asa del tazón de café, a punto de resquebrajarla. El miedo inimaginable y oscuro, pero sospechado.
La loba comprendió el peligro, desesperadamente intentaba volver a la orilla. Pero las olas se regodeaban empujándola adonde el cielo se sepulta en el mar.
Allí es difícil escaparse, se dijo Catalina. Y gritó:
—¡Aunque se sueñe, se imagine, se anhele!
La taza se le deslizó de las manos y moteó el suelo de pecas y lágrimas de loza. Ella quería gritar de nuevo, pero el deseo se le atascó en la garganta.
Y aquello ocurrió. En silencio.
Otra vez vio su cara en el cristal. Sólo que se le superponía un manchón rojo, un trágico asterisco en el océano.
Lloró. Con una determinación inusual se arrancó el camisón de vieja, y levantó del piso el vestido de algodón. Se calzó los zapatos de puntas y tacones gastados. Frente al ropero se echó un vistazo: el vestido no le quedaba nada mal. Se paró en puntas de pie y alcanzó la valija. Metió su ropa y sus pocas pertenencias. Fue al cajón de las medias, uno de los escondites en donde Franco acovachaba billetes.
—Están —dijo—, gracias a Dios.
De ese fajo, él sacaba con cuentagotas algunos de veinte y de cincuenta. Para vos, así no te andás quejando. Una vez lo espió: antes de cerrar el cajón, Franco contó y alisó los billetes uno por uno. Ese fajo le daba poder. Pero un poder vano, como cada palabra que sus labios pronunciaron desde que ella y él se habían conocido. Hizo un rollo con los billetes, los guardó en el puño. Le pegó un vistazo a la casa, a las fotos en la pared. Al abrir la puerta para salir, la encandiló el resplandor del mediodía.
Catalina bajó las escaleras, los tacones percutiendo en la madera de los peldaños.
A la estación de micros, se dijo, y se dio cuenta de que seguía llevando los billetes en el puño, como cuando era chica y le daban plata para el kiosco.
Por suerte no se cruzó con ningún vecino.
Pero al llegar a la terminal vio a un par, esperando por su micro, así que pasó de largo y se ocultó detrás del puesto de revistas. Aunque transpiraba a mares, sintió mucho frío. ¿La habrían visto?
—Calmate —se dijo susurrando—. Ellos no le van a contar. ¡Qué van a poder decirle de vos, si ni siquiera saben tu nombre!
—Calor, ¿no? —le dijo el kiosquero.
Catalina no le respondió. Se puso a temblar, su esclava gritando como nunca. La arrancó y la lanzó a un tacho. Corrió a comprar un pasaje.
—Un... —dijo Catalina al llegar a la ventanilla. Las palabras raspaban su boca pastosa—. Un pasaje.
—¿Adónde?
Sin leer siquiera, señaló el primer destino que vio en un cartel.
—¿A qué hora sale?
—Media hora.
Doce y media del mediodía, con toda la furia del sol cayendo en esa villa maldita.
Subió al micro y se sentó junto a la ventanilla.
Una oleada de auténtico terror la paralizó. Se levantó con brusquedad y caminó por el pasillo hacia la puerta. Al bajar se perdió en el andén, oyó el vozarrón de un cafetero, el llanto de un bebé y el ladrido de un perro. Finalmente, el silbido del pito anunciando la partida del micro.
Y el olor a mar y a animales marinos se le impregnó en la piel. Y la loba, ya apenas un círculo de sangre.
Volvió al micro.
Un empujón de una mujer rezagada la arrimó a la puerta.
—Si no subís, correte —dijo arrastrando su valija sujeta con un cinturón.
Catalina titubeó…
Aunque hoy tengo el día libre, pensó. Puedo hacer lo que quiera, al menos hasta que vuelva Franco.
Y subió.

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