martes, 11 de junio de 2013

LA CENA PERFECTA


¡Sangre! Tengo sangre en la saliva. El ahogo tan típico de cuando algo me da miedo y me paraliza y me deja sin palabras. Aunque por dentro quiero gritar.
¿Hace cuánto que estoy tirada en esta cama? ¿Diez? ¿Quince minutos? A lo sumo media hora. Tal vez más, pero... ¿cómo saberlo? Acá todo se ve inmóvil, como si el tiempo no pasara. Salvo por esos gritos que me vuelven loca.
El dolor de garganta me vuelve más loca todavía. Me estalla, me penetra como cuchillos. Debo verme horrible, un perro rabioso al que le cae la baba. No tengo fuerzas ni de limpiarme. ¿Para qué? ¿Para quién? Si estoy metida en este cuarto, sola. Mejor será que me restañe la sangre de la boca. Quiero irme a casa.
Supongo que Carlos me habrá traído acá inconsciente porque no recuerdo absolutamente nada. ¿O fue en ambulancia? Me imagino el susto que el pobre se habrá pegado. Pero ya abrí los ojos, y estoy viva y estoy bien.
¿Cuánto más? ¿O no es suficiente aguantar a ésa que grita en el cuarto de al lado? Aguantar la sensación de que me deslizo y no puedo frenar.
Y el golpe.
Eso sí me acuerdo. No sé ni con qué me pegué. Si con el borde de la mesa o el estante del mueble, o me di contra el piso. Esa parte la tengo un poco confusa. Lástima... ¡La cena podría haber sido perfecta! Arruiné todo, todo. Siempre la misma estúpida.
No aguanto más esos gritos. ¡Ay, me duele hasta el alma! Y este olor a desinfectante. Y a rosa. Este olor a rosa que me sube por la garganta es mucho peor que el olor a desinfectante. Voy a vomitar. ¡Paren a esa loca! Aunque en el fondo la envidio: puede gritar. Yo no tengo fuerzas para gritar. No tengo grito, hace mucho que perdí mi grito.
Y desde el pasillo la enfermera también grita con ese vozarrón:
—¡La 3 va a radiografías!
La 3. ¿Yo también seré un número? ¿Cuál? El 1, el 2, el 33, el 200. Da lo mismo.
Por fin se llevaron a la gritona. Debe ser la 3. ¡La 3 va a radiografías! Se habrá roto algún hueso, o quizá chocó con el auto. O el marido la cagó a golpes porque la tarada se pasó con la sal, o porque la manija de la heladera estaba pegajosa. Sólo Dios sabe. No: también ella y el tipo saben. Y nadie más.
Y el gusto a rosas me desconcentra. No distingo si es un recuerdo o un sabor real. Como fuese, las náuseas —una mezcla imprecisa que apesta a colonia y esta sensación rasposa, como de espinas— están por ganarme.
—Cama 5 a cirugía.
Y de repente veo el living: el mantel sin una arruga sobre la mesa, las servilletas dobladas en abanico, las copas de cristal, los cubiertos de plata, toda la vajilla fina puesta a relucir para festejar el aniversario número veintidós.
Y el arreglo floral. El mejor que yo haya hecho jamás. Nunca había preparado ninguno con forma de paloma. En degradé, del rojo al blanco, con tres tonalidades diferentes. Recorrí tres florerías para encontrar el color justo, quería una cena perfecta en cada detalle. Ni yo misma puedo creer cómo me salió la cabeza de la paloma. ¡Y las alas! En cualquier momento levantaba vuelo.
Pensar que, cuando hice el curso de arreglos florales en la escuela de jardinería, Carlos no daba ni dos mangos por mí. Y ahora no se puede quejar: gano a la par de él —y más también—. En aquel momento, Lorena y Rocío ya iban al colegio todo el día y me sobraba tiempo. No es bueno que te sobre tiempo: pensás mucho y te deprimís. Vivía deprimida yo. Nunca olvidaré el día en que mi amiga Marta me propuso mi primer trabajo como profesional:
—Diana, quiero que prepares las mesas del cumple de quince de Clari.
—Pe-pero yo no sé. No... Yo no puedo.
—Cómo no vas a poder. Si tenés un gusto increíble. Además vi los arreglos que hiciste para tu casa. Muñeca, vos podés. Te hace falta un poco de confianza, así de simple. Si sos recapaz.
—Pero va a ser una fiesta importante, Marta.
—Y por eso mismo. Es una excelente oportunidad. ¿Acaso arruinaría la fiesta de mi hija llamando a cualquiera? Te haces unas tarjetitas, y las ponemos en las mesas.
Durante un mes no dormí pensando si pondría azucenas, fresias o margaritas. Finalmente me decidí por un buqué de fresias y helecho, en un florero de cristal redondo.
La fiesta de Clarita fue mi primer trabajo profesional, con una paga que jamás había conseguido antes.
Me casé apenas terminé el secundario, y enseguida quedé embarazada de Lorena, y a los dos años vino Rocío. Me dediqué a ellas, a la casa y a Carlos. Nunca quise trabajar en una oficina o cosa que se le parezca.
Lo único bueno de este hospital es que acá pensás, recordás. Por lo menos, así las horas se acortan.
Sangro de nuevo, y lo peor es que no hay nadie, me dejaron sola.
—¡No me dejen sola!
Me duelen la garganta, la cabeza. Por favor, vengan. ¡Quiero un calmante! Oí a la enfermera que me van a preparar para cirugía. Llévenme rápido. Necesito que me saquen los cuchillos de la garganta, y este aliento a flores que se me trepa por la nariz y me invade la boca. Seguramente hoy dormiré en esta maldita clínica, en esta maldita cama. Y me taparé con estas malditas sábanas que apestan a desinfectante. Será la primera vez que pase la noche afuera, y espero que Carlos se las arregle con todo lo de la casa. Igual las chicas ya son grandes, con ellas no hay problemas: cenarán en las casas de los novios o en lo de mamá. Pero Carlos... Reconozco que es un poco inútil. Lo malcrié, y ahora me tengo que hacer cargo. La culpa es mía.
Pero ayer me sorprendió. En general él no le da demasiada importancia a este tipo de cenas. La verdad es que si festejamos el aniversario fue por mí. A mí me importa. Pero ayer... Ayer salió antes del trabajo para no llegar tan tarde. Entró a casa con un paquete envuelto en papel de seda y un moño verde. Me dio un beso en la boca, y me lo entregó. Clavé los dedos en el papel y lo desgarré en mil pedazos, y cuando lo vi... ¡No podía creerlo! El vestido que tanto quería. ¿Cómo es posible que lo haya sabido? Pero de inmediato recordé que cuando habíamos pasado por la puerta del negocio le hice un comentario del vestido como al pasar. Sé que me ama. Lo sé. Yo también lo amo. No me imagino viviendo sin él. Lo necesito. Necesito su amor. El amor que él me da, a su modo, pero yo sé que me ama. Ayer parecía que todo iba a ser perfecto. Antes de sentarnos a la mesa le entregué mi regalo: un par de gemelos de oro con las iniciales de su nombre grabadas. No fue fácil la elección, sobretodo para una persona tan exquisita, tan exigente. Creo que le gustó, al menos levantó las cejas al abrir la caja. Tampoco esperaba una gran reacción. Sí me decepcionó que ni siquiera mirara el centro de flores. Rápidamente gesticulé una sonrisa, cambié la cara para no darle más importancia de la que tenía. Realmente por una estupidez así no iba a arruinar la cena. A veces hay que tragarse determinadas cosas, y en fin, seguir viviendo. Y seguí con la cena. Mientras él servía el tinto, yo servía la ensalada de rúcula y parmesano. Estaba feliz. Le conté de la decoración que estaba preparando con limones y piñas para un casamiento en un campo. Él me miraba mudo, con la boca llena, de vez en cuando asentía con la cabeza. ¿Y tu trabajo?, le pregunté después de hablar durante varios minutos sin parar. Se lo pregunté por cortesía, me alcanzaba con estar en silencio, los dos juntos, sólo los dos. Las chicas habían salido. Creo que Lore al cine con el novio, y Rocío a la casa de una compañera a estudiar. No entiendo cómo de un momento tan maravilloso se puede pasar al peor de los momentos.
—La cama quince a cirugía —la voz de la enfermera cada vez se oye más cerca.
Ojalá que sea la quince. Quiero terminar con este dolor de una buena vez. Dos enfermeras, por fin, entran al cuarto arrastrando una camilla. Parece que soy la quince. Las enfermeras me alzan y me depositan en la camilla. Me mueven por un pasillo, donde decenas de caras se me aparecen a los costados y las voces se distorsionan con el movimiento y los azulejos blancos de las paredes van pasando como en una película de terror. Y los gritos con el primer bocado de la carne se me superponen a esas imágenes.
—Está fría —Carlos arroja el plato, volcando la copa de cristal y derramando el vino en el mantel—. Siempre lo mismo. No podes hacer las cosas todas bien.
La puerta del quirófano se abre. La pulcritud encandila los sentidos. Me acuestan en una cama, en el centro, donde decenas de luces como ojos inquisidores se encienden. ¿Me juzgarán? ¿Seré culpable o inocente? Y agarra el centro de flores y lo coloca sobre mi plato de carne, y casi desfigurado me dice:
—Probá este pato a la rosa. Probalo. A ver si está también frío como mi carne. Seguro que está exquisito. Lo único que te interesa son estas mierdas florales.
Parecía no escuchar, estaba como poseído. Me tomó de los pelos de la nuca y me frotó mi cabeza por la cabeza de la paloma.
—Come, come tu pato.
Y el narcótico gas se desliza por mi interior. Abrí la boca sobre las rosas. El aroma se me metió en el cuerpo, se mezcló con la saliva, me subió por la nariz y las lágrimas perdieron su gusto a sal para perfumarme los cachetes de rosa. Un pétalo. Lo trituré. Y otro. me lo tragué. Y el tallo y una espina, muchas espinas. Se me clavaban en la garganta. Me lastimaban, aunque sus dedos me lastimaban aún más. No me entraba el aire. Sentía un ahogo paralizante que me dejaba sin gritos. Inconsciente. A veces las flores son tan lindas, y a veces tan crueles. Las nauseas me conquistaron. Unas nauseas incontrolables. Me mareé. Sólo sentí el golpe en la cabeza.
—Quedese tranquila que todo va a salir bien. Va quedar como nueva después de la operación –me dice la enfermera. Las palabras que salían de su boca se estiraban y resonaban deformadas.
Co-o-mo nueee-va. Co-o-me tu-u pa-a-to.
El cuerpo cada vez pesa más. Aunque las palabras se amontonan confusas, desconocidas. Y emergen de lugares ocultos. Si pudiera cambiar esta vida. Comprar otra. Elegir en un negocio la que más me guste. Señalaría en la vidriera una vida algo soñadora pero que sepa darse cuenta de las mentiras, algo sensible pero segura de sí misma, algo dependiente del amor noble pero no sometida. Nunca más voy a comer pato ni flores ni billetes, ni tantas otras cosas. Ya es hora de despertar mi grito. Un grito atrofiado, en desuso. Hasta acá llegué. Este mareo hipnótico me da tanto placer. No podré comprar en un negocio una nueva vida, pero lo puedo mandar a Carlos la mismísima mierda. Y cambiar. ¿O no? Ojalá nunca despertara. Así dormida tengo fuerza. Aunque si despierto sé lo que debo hacer. Lo sé. Estoy segura. Este es el momento. Gano lo suficiente para alquilarme un departamento. Lo debería haber hecho hace mucho tiempo atrás. La primera vez que me hizo sentir como un trapo. Cómo pasó tanto tiempo.
—Doctor, ya está despertando
Comienzo a sentir un cosquilleo en las piernas, en los brazos. Los sonidos penetran en mí sin pausas, carente de significado, y chispazos de luz me golpean los ojos. Decido que aquel dolor, el dolor de la humillación, el dolor de la vergüenza, el dolor del poder sea el último. Siento un aire renovador, de felicidad. Otra vez en la habitación. El techo blanco me recibe. No lo percibo tan monótono.
—Mi amor.
Giro la cabeza: Carlos entra y se sienta a mi lado. Mi grito se detiene en la garganta, sólo contenido por las heridas, pero dispuesto a salir.
—¿Cómo estás? El médico me dijo que la operación salió muy bien.
Asiento con la cabeza.
—En cuanto te pongas bien, volvemos a casa.
Instintivamente apoyo la mano en el corazón. Acaso tapando su aleteo por miedo a que se transmitiese por la sábana, y Carlos se diera cuenta.
—Te prometo que no va a volver a pasar.
Lo miro fijo.
—Esta vez voy a cambiar, te lo prometo.
Respiro profundo. El aire me quema las heridas.
—¿Me perdonas?
Aquellas palabras me inmovilizaron.
—Te amo —me dice Carlos, acariciándome la mano. Algo duro roza mi piel. De reojo miro y veo un reflejo dorado que tiñe el puño de su camisa.
Casi sin fuerza esbozo una sonrisa.
—¿Me perdonas?
—En cuanto me levante —susurro—, te preparo —trago saliva. Los cuchillos me atraviesan la garganta— una cena... —me llevo las manos al cuello— Te pro-prometo que la carne —trago saliva nuevamente— la ca-carne va estar calien...
El dolor me deja muda.

No hay comentarios :