martes, 23 de abril de 2013

Novelas publicadas


Lo que Debas Ser
Texto: Silvia Werner
Ilustraciones: Mónica Weiss.
Colección Veinte Escalones de editorial Comunicarte.
Recomendada para chicos a partir de los 15 años.

LO-QUE-DEBAS-SER foto“Pablo es un adolescente que se encuentra viviendo un momento muy difícil. Su crisis está relacionada a la incertidumbre que siente con respecto a su futuro. Apunto de egresar del secundario, y agobiado por el autoritarismo de su abuelo, quien espera que él sea abogado, como todos los hombres de la familia Aragón, se hunde en el desánimo de un destino incierto.

El derecho a elegir  lo que cada uno quiere ser en la vida, y la aceptación de esa vocación  por parte de la familia, es uno de los temas centrales de Lo que debas ser, novela escrita por la ex odontóloga Silvia Werner, quien como el personaje principal de esta historia, tuvo que tomar una decisión importante en su vida, que la llevó a cambiar de profesión, pasando de la ciencia a la literatura.

La figura autoritaria del abuelo representa en gran medida a la vieja idea arraigada en la sociedad de que “sólo existen algunas profesiones que pueden ser consideradas trabajo en serio”, en contraposición a las artísticas, que eran tomadas como un hobby o pasatiempo de las personas.

A través de un relato en primera persona, la trama también aborda otras cuestiones que pasan por la cabeza de todo joven que se acerca al mundo adulto y que debe prepararse para ello, como la necesidad de sentirse reconocido ante otros, el sentimiento de pertenencia al grupo, el  peso de los mandatos familiares, las sensaciones de soledad y  el desasosiego ante un mundo que parece devorar la idea de felicidad, la nostalgia de terminar un ciclo de la vida y el comienzo de otro. Por tal motivo, el lector puede sentirse fácilmente identificado con lo que le sucede al protagonista.

Además, esta novela, segundo premio del Primer Concurso Los jóvenes del Mercosur, editada por Comunicarte,  se anima a hablar de los gustos, características, ideas y sentimientos que tienen en común los miembros de una tribu urbana que suele ser muy cuestionada en diferentes sociedades, como la de los góticos. Movimiento de la cultura underground, cuyas influencias provienen de la literatura y cine de terror, del rock gótico, con reminiscencias del renacimiento y la época victoriana.

Y es que a Pablo Aragón le gusta pintar, se siente un ser oscuro y lúgubre (a pesar de ser pelirrojo y con ojos verdes),  porque sus gustos estéticos, musicales y culturales son muy diferentes a los de sus compañeros de clase. Le encanta leer y como no puede ser de otro modo, uno de sus libros favoritos es el Drácula de Bram Stoker, villano arquetípico de la literatura gótica de finales del siglo XVII.

Como un personaje de Tim Burton, triste, oscuro, pero romántico y con ansias de volar y de liberarse de los sentimientos que lo oprimen, este joven encuentra la forma de seguir su propio camino, gracias al contacto con el arte, la compañía de algunos amigos y un nuevo amor, Editzel.”
                                                               Sol Castro
Directora General y Editora de Qué Hacemos Ma?! - Especialista en Periodismo Digital y Cultural - Lic. en Comunicación Social - Téc. Superior en Cine y Video. Gestora Cultural.


Cordoba 2008 084


En la presentación de la novela  “Lo que Debas Ser” en la feria del libro de Córdoba, año 2008.







Historia de la novela
2008- Ganó el 2do premio del “ I concurso de novela Los Jóvenes del Mercosur”. Publicado en la editorial Comunicarte.
2011-La CONABIP eligió el libro para las bibliotecas populares de todo el país.
2011- 2da reimpresión.
2012-3era reimpresión.




Te invito a leer el Capitulo 1



Capítulo 1
El cementerio es un lugar donde las lágrimas no piden permiso para salir, simplemente, caen. El corazón siempre te ordena llorar, en cambio la cabeza… La cabeza hurga en cada rincón removiendo los recuerdos y haciéndolos explotar como burbujas en la memoria. Y hasta en un entierro, podes esbozar una sonrisa o tararear una canción en voz bajita. Aunque en mi caso no reí ni canté. Tampoco lloré por mi abuelo.
Recién había comenzado la primavera. La temperatura era cálida, sin embargo, entre las lápidas y los llantos de los familiares y amigos, corría un aire helado. Por suerte había llevado un abrigo: un buzo azul decolorado por las lavadas. Al abuelo no le hubiera gustado que lo viniera a despedir justo con ese buzo; de todas maneras me zambullí en él, y esbocé una sonrisa.
Me acerqué a mi abuela y la abracé. Parada como un obelisco, miraba el montículo de tierra, mientras mamá contenía a papá, que parecía deslizarse como las lágrimas que le caían por la cara. Sentía compasión por él, huérfano y desprotegido a pesar de sus cincuenta años.
Con la vista clavada en la frazada de tierra que abrigaba al abuelo, quise recordar algún momento compartido, pero sólo me estremecí. Me estremecí de la misma manera que lo hacía cuando se acercaba.
El abuelo nunca se enteró de que más de una vez había mojado los pantalones ante su presencia. Él conocía los detalles de mis vergüenzas y cobardías, y las descubría sin escrúpulo.
—¡No es de macho llorar! —me dijo un día en voz alta durante una cena sentenciándome con la mirada—. Este bobalicón derramó litros de lágrimas por una noviecita —explicó a los invitados.
El color de mi pelo siempre fue una de las grandes turbaciones de mi vida: tema favorito del abuelo, se divertía con él. Yo trataba de ocultarlo como sea, pero él lo señalaba sin piedad. Al principio me lo cortaba bien cortito, casi un terciopelo rojo. Pero las cejas como cola de ardilla y las pecas salpicadas por el cuerpo me dejaban en evidencia. Después opté por los gorros: de lana, de algodón, a rayas, lisos, con pompón, sin pompón, con visera, sin visera.
—¿Qué escondes debajo de ese gorro? —vociferaba el abuelo señalándole a la gente mi debilidad.
El abuelo me sacaba el gorro aunque no lo tuviera.
Siempre busqué alguna coincidencia con él. No pretendía que le gustara el rock o que comiera hamburguesas en Mc Donalds o estuviera de acuerdo con mi ropa. Entendía a la perfección aquello de la diferencia generacional.
Pero esto no era una cuestión de edades. El abuelo siempre estuvo sentado en un trono de mandatos y prejuicios, y miraba a su familia desde arriba, como un tirano que no comprende a su pueblo.
Sólo el fútbol poseía el don de hacerlo parecer humano, al menos mientras durara el partido. Se lo veía reír, gritar y hasta insultar.
Yo detestaba el fútbol, prefería leer un libro o ver alguna película en casa. Amaba la soledad del fin de semana: encerrarme en el cuarto a meditar largas horas, escribir frases sobre una tormenta, la luna, el amor, la tristeza. Pero una vez por mes, el abuelo venía con dos entradas para ver a Boca —era una salida de abuelo y nieto que no podía rehusar—. En el fondo me gustaba ir: único punto de encuentro. Yo intentaba gritar cada gol y me esforzaba por parecer eufórico y compenetrado con el partido.
—¡Mirálo a Tévez! —gritaba palmeándome el hombro— ¡Cómo se eludió a esos dos!
—¡Qué genio! —intentaba exclamar sin saber siquiera si era jugador nuestro o del rival.
Recuerdo el gusto grasiento del choripán que compraba, aunque cuando terminaba el partido y me miraba, no dudaba en refunfuñar:
—¿Cuándo vas a aprender a comer sin mancharte? Tengo que hablar con tus padres. ¡Qué educación!
Mi abuelo no pasaba inadvertido: vestía traje para ir a la cancha. Cuando era chico pensaba que lo tenía pegado, porque además, siempre usaba uno gris con una corbata azul. Hasta que un día, lo espié por la cerradura de la puerta del baño y vi como se bajaba los pantalones. Debía tener como veinte trajes y corbatas iguales.
Papá no tenía fuerza para estar de pie. Tuve que sostenerlo cuando se acercó. Sentía la flojedad de su cuerpo en mis brazos, y también sentía el secreto que me ocultaba.
Un sábado hace unos dos años, el abuelo llegó de improviso a casa. Vino a tratar un tema de trabajo con papá: un juicio de desalojo de unos clientes del estudio que no podían esperar hasta el lunes.
—¿Cómo le permitís andar con esa facha? —disparó el abuelo cuando me vio salir con una colita en el pelo—. Con un maricón es suficiente...
—...viejo! —interrumpió papá.
—¡Viejo son los trapos! Debí ocuparme personalmente de la educación de Pablo. Ustedes son unos flojos.
—¿Quién es un maricón? ¿Lo dicen por mí?
—¿No tenés que salir? —me preguntó papá sin contestarme.
Aquel día comencé a sospechar que algo me ocultaban. Las conversaciones confusas se fueron apilando.
Mamá agarró a papá que se estaba desplomando sobre mi cuerpo. Lo sostuvo como si fuera un bebé que debía aprender a caminar solo por el mundo.
Giré la cabeza aflojando el cuello, y a lo lejos vi una disonante señora como salida de un cuadro de Botero. Me hizo recordar a su pintura La Española; mientras caminaba hacía bailotear sus rollos adentro de un vestido rojo. Se paró frente a mí, y sin presentarse me tomó del mentón y lo paseó de un lado a otro como si se tratara de un objeto de su posesión.
—Es igual a Juan Carlos cuando era joven —dijo—. Los mismos ojos verdes, la misma expresión, hasta el lunar encima del labio —balanceé la cabeza con la intención de zafarme cuanto antes de las garras color fuego de la señora (después me enteré que era una vieja conocida de la infancia del abuelo). Tal forcejeo desvió mi vista hacia unos arbustos: me pareció que un hombre nos observaba escondido detrás de las ramas.
—¡Pablito, ayudáme! —gritó la abuela tironeándome del brazo—. Al fin, después de tanto sufrimiento descansa en paz.
Nos quedamos mirando cómo la brisa moldeaba el montículo de tierra, movía sus grumos como en un caleidoscopio, cambiaba de apariencia descubriendo flamantes relieves y oquedades. Mientras que en el interior, el abuelo yacía inflexible.
Miré con disimulo hacia atrás: el hombre seguía allí, observándonos.

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