El miércoles pasado fui al ciclo “Café de las Ciencias”, que una vez al mes se realiza en la sede del CONICET. Este ciclo lo organiza la Embajada de Francia junto con el Ministerio de Ciencia argentino. Lo interesante es que se arma un debate y un diálogo sobre diferentes temas que hacen a la vida de todos nosotros entre un científico francés, un argentino y el público.
El tema de
este encuentro fue sobre donación de sangre y de órganos.
Ambos
científicos, el doctor francés en
medicina y ciencias de la vida, Olivier Garraud y la bioquímica argentina,
magister en ciencias químicas y en ingeniería en calidad, Catalina Massa hicieron
hincapié en la donación altruista de sangre. En el transcurso de la charla
surgió un interesante debate sobre la manera de educar a la población. La
científica argentina creía que la mejor manera de llegar a los adultos era a
través de los chicos. Son ellos los que no dejan que sus padres crucen el semáforo
en rojo o que fumen un cigarrillo, dijo. En cambio, el francés no estaba de acuerdo en
introducir este tema en el colegio primario. La sangre está asociada a la
religión, al miedo, a sentimientos negativos, a la enfermedad y a la muerte.
Yo creo que
lo importante es introducir la idea de donar en forma altruista, sólo con el fin de ayudar al otro y, al mismo tiempo, sentirse
uno bien y feliz. Esa misma noche, al volver de la conferencia, me senté a
escribir un cuento para chicos sobre donación alejándome de la sangre y de la
muerte.
DIN-DON
Primero se
escuchó una ola de carcajadas. Después se escucharon varios golpes metálicos.
-¡Myxs! ¿Qué
pasó?
-Ja, ja… ja,
ja… ¡Qué gracioso! ja, ja… ja, ja...
Myxs se desternillaba
de la risa. Sacudía sus hombros de arriba abajo provocando chirridos
desafinados; agitaba sus manos en forma
de tenaza; entrechocaba sus rodillas con
tanta fuerza, que terminaban aplastadas.
-¿Dónde
estás? –preguntó la mamá-.No te encuentro.
-Ja, ja.. ja,
ja…Debajo de la me… ja, ja.. ja, ja… –la risa le salió de la boca con tanta
fuerza que su cara pegó contra la pared y se abolló el cachete.
-No me
digas… No me digas que tenés cosquillas.
Vamos ya al hospital.
La mamá de
Myxs sospechaba lo peor.
Al llegar al
hospital, Myxs y su mamá pasaron de inmediato al consultorio. El médico lo
revisó con esmero y dijo:
-Señora, su
hijo padece la Enfermedad de la Risa.
-Ja, ja… ja,
ja…
La Enfermedad de la Risa era muy temida entre los Homo Robots que habitaban la Tierra. Las cosquillas
empezaban en el borde de la nariz, bajaban por el cuello y, en un par de horas,
llegaban hasta los pies. Por cierto, las cosquillas eran muy divertidas, pero
peligrosas. La piel metálica de los robots quedaba magullada, aplastada,
abollada, hundida, deformada, machacada… Es que tantos sacudones por carcajadas incontrolables, tantos zarandeos ante
las risotadas sin freno, sin contar las innumerables caídas, golpes y choques… Había
que ir con urgencia al chapista dermatológico para que no quedara ni una sola
marca.
Ellos sabían muy bien que a los chicos que habitaban la Tierra hace
millones de años les pasaba algo similar. Una enfermedad llamada varicela les
dejaba en el cuerpo decenas de pocitos. Porque hace millones de años en la
Tierra habitaban los Homo Sapiens, gente de carne y hueso con un corazón y
sangre que le corría por unos tubos por todo el cuerpo.
-ja, ja… ja, ja…
-Señora, en la Enfermedad de la Risa se pierden algunos tornillos de
la cabeza –explicó el médico-. Deberá ir al Banco de Tornillos para reponerle a
su hijo los que desaparecieron.
-ja, ja…, ja, ja…
La madre asintió con la cabeza, un poco triste por la enfermedad de
Myxs, pero confiada de que iba conseguir los adecuados para curar a su hijo.
-Necesita tres –dijo el médico-,
grises, pequeños y cuadrados.
-ja, ja… ja, ja…
Sin perder tiempo, la madre se dirigió a una casona blanca con un
letrero en verde flúo que decía: BANCO DE TORNILLOS. Allí se guardaban y clasificaban
los tornillos de acuerdo a su forma, color y tamaño. Los cuadrados iban en un
frasco rojo, los redondos en uno azul y los triangulares en uno amarillo.
-ja, ja…ja, ja…
Un hombre con un guardapolvo sacó de un frasco rojo tres tornillos -la
etiqueta pegada en la superficie decía PEQUEÑOS y GRISES-. Con mucha precisión,
a pesar de que Myxs no paraba de reírse y se sacudía como una gelatina, los
colocó en su cabeza.
-ja, ja… ja, j…
-ja, ja..
-ja…
-j…
Y cuando las risas se aquietaron por completo, Myxs y su mamá salieron
abrazados hacia la calle a comer un helado.
En la Tierra, nunca faltaron los tornillos para quien los necesitara. Los
Homo Robots conservaban, desde hacía mucho tiempo, la costumbre de donarlos. Nadie
sabe de dónde nació aquel hábito, pero donaban cuando había sol o cuando llovía,
también cuando estaban alegres o un poco tristes, a la mañana o a la tarde, los
lunes o los jueves, en verano o en invierno, en abril o en septiembre o,
simplemente, porque tenían ganas. Y en ese momento, cuando entregaban su tornillo,
su corazón, que habían heredado de sus antepasados humanos, retumbaba como dos
campanadas.
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